miércoles, 31 de diciembre de 2008

EL director, F Costa, Clarin

El director
Gustavo Ferreyra
LOSADA, 2005
417 PÁGINAS


Flavia Costa
Uno tiende a pensar que las inteligencias más agudas son infalibles.
Gustavo Ferreyra (Buenos Aires, 1963) es de esos escritores que capta y describe con detalle pensamientos, ideas, sentimientos que, por contradictorios, crueles o perturbadores, suelen permanecer escondidos. La mayoría de quienes los observan –dentro de sí o de otros-- prefieren simplificarlos y crear con ellos un prototipo: el pusilánime, el advenedizo, el perverso, el soberbio-orgulloso-de-su-insignificancia, el pequeño burgués. Si vive en la Argentina y pertenece a cierto grupo de personas, dirá también: la clase media.
Ferreyra hace otra cosa. Autor de, hasta ahora, cinco novelas --El amparo (1994), El desamparo (1999), Gineceo (2000), Vértice (2004) y El director (2005)-- y un volumen de relatos, El perdón (1997), en cada libro deja de lado estos sustantivos pantanosos, estériles, y en cambio pone en movimiento ante el lector, a lo largo de páginas y páginas, mentes portentosas y generalmente horrendas. Ferreyra sabe, y dice, algo que querríamos olvidar. 


Sus personajes piensan cosas que nos avergüenzan a todos, que solemos pensar más o menos del mismo modo (“¡Qué linda era! Las mujeres sin fuerzas me encantan, su desconcierto me vivifica”; “Pensé que no tener ambiciones me haría disfrutar de la vida”; “Jorge había temido contratar a un buen tipo, alguien remanido para hablar pero buen tipo, e ineficaz. Ahora su impresión viraba: lo advertía eficaz y probablemente poco fiable como persona. Y si antes temía, ahora desconfiaba. Pero si el temor le fue imposible de ocultar, la desconfianza le fue muy fácil: es más, la ocultó bajo el disfraz de la confianza, de una confianza cordial y hasta camaderil”; “Y cuando se aleja le miro la cola, que es la bonita cola de mi esposa. Es una cola pícara y me voy tras ella. Quiero adorar esa cola y disciplinarla, retarla. Quiero que sea lo que es pero a la vez reprocharle”). Muy pocos escritores son tan valientes como Ferreyra para echarse un vistazo.
El director continúa o complementa a su libro anterior, Vértice; en conjunto, dos de las mejores novelas de los últimos tiempos. En Vértice había cinco personajes que confluían en una esquina del barrio de Núñez. Eran un kiosquero, la empleada de una casa de lámparas, un chico de 13 años que pide dinero a los conductores de los autos que pasan –la chica le guarda los cartones; el dueño del kiosco quiere eliminarlo como sea--, dos automovilistas que, sobre el final del libro, llegan a esa esquina y se detienen por el semáforo.
En El director, Ferreyra despliega la vida de uno de esos automovilistas. El vértice del que se ocupa ya no es un espacio geográfico ni un momento puntual, sino la conciencia del protagonista, un director de escuela que, a su vez, ha escrito una novela titulada La risa (buena parte de El director es, en realidad, La risa: la historia del “incesto feliz” entre un padre y una hija). Ferreyra repasa más de treinta años en la vida de este hombre y a través de él reconstruye una posible mirada del derrotero argentino. Para esto alterna la voz del protagonista fechada en épocas diferentes: comienza en septiembre de 82, mientras recuerda los hechos sucedidos pocos meses atrás, el día de la capitulación en Malvinas (él había salido a festejar la derrota), y desde allí va y viene por el tiempo: la vuelta de la democracia, los cacerolazos del 2001, los años de la dictadura, el menemismo. Retrocede hasta 1966 y llega hasta el año 2009. Describe en esas idas y vueltas –como ya lo hacía en Vértice -- su matrimonio, su divorcio y la vuelta a casa de su madre, su relación con las alumnas y las maestras de su escuela. (Como deseante, el personaje es cobarde pero omnívoro; no se inclina al que se promueve como gusto masculino de época, primordialmente pedófilo).
En ese recorrido, la novela –autónoma, singular-- se muestra también como fenómeno histórico: las opiniones del personaje habilitan una lectura sociológica, a la vez que se presenta como una reflexión sobre el tiempo. En diferentes monólogos se narra también la cacería que el futuro, una mujer ávida y arrasadora, emprende sobre el pasado y su hermanito menor, el destino (no ya el presente, que ni siquiera alcanza la consistencia suficiente como para ser fantasma). “Yo soy una mujer estéril –dice el futuro--: nadie podría imaginar que el futuro tuviera hijos. Sólo el pasado los tiene. Y mi misión es matarlos”.
“La obsesión es el mayor descubrimiento de mi adultez –comentó Ferreyra en una de las pocas entrevistas que ha dado --. Es más: para mí, obsesión y adultez son sinónimos. Por eso queremos ser siempre jóvenes y que otros se hagan cargo del mundo y de las obsesiones. A la vez, la obsesión, a fuerza de observar, es inteligente y da cuenta del mundo. La más fea obsesión puede acercarnos a la más hermosa verdad.” En estas novelas sobre la adultez entendida como enfermedad obsesiva, Ferreyra desafía la posibilidad de una reseña: merece largos volúmenes de comentario. Los suyos son mundos sólidos, abundantes, copiosos, de acciones modestas y obsesiones desenfrenadas en los que uno se sumerge por efecto de una inteligencia y una crudeza infrecuentes. Cada párrafo de Ferreyra está lleno de visiones corrosivas; son las visiones de cada personaje y, superpuestas a ellas, dichas con las mismas exactas palabras, las del escritor, que a la vez que lo describe, se burla y se apiada del personaje con una distancia que jamás es elegante, sino apasionada y mayormente triste. Sobre el final, también esperanzada.
De paso, esas palabras anuncian una verdad más –uno no recordaba, hasta que lee novelas como éstas, que era capaz de soportar tanta verdad--: anuncian que el autor no está mostrando todo lo que sabe. No es que sea amarrete, sino que las palabras no le alcanzan. Uno entiende, al leer, que Ferreyra ha visto todavía más y no tiene cómo decirlo. De esa imperfección, de esa ausencia, de esa promesa, de ese desespero ante aquel que ve todo y lo cuenta, y mientras lo cuenta advertimos, con él, que no puede contarnos todo porque sigue viendo más y más, de esa locura se nutre nuestra voracidad como lectores.
“En el arte –escribió Susan Sontag— el placer moral consiste en la gratificación inteligente de la conciencia.” Una inteligencia aguda como la de Ferreyra puede no ser infalible –si lo es, estamos en problemas serios. Nadie dice que no lo estemos--. Pero sin dudas produce uno de los mayores placeres a los que un lector puede entregarse.