Viernes, 10 de septiembre de 2010
LITERATURA › GUSTAVO FERREYRA, GANADOR DEL PREMIO EMECE POR DOBERMAN
El autor se dice sorprendido porque “mi literatura no es muy ‘premiable’”. No pensaron lo mismo Tununa Mercado, Martín Kohan y Fabián Casas, que no ahorraron elogios para la novela protagonizada por un personaje al que le cuesta sintonizar con el mundo.
Por Silvina Friera
La alegría es una sustancia, una pastita que requiere de varios ingredientes y de cierta amalgama, de cierto amasado. Si la memoria no falla –las “citas” a veces se empantanan o confunden por el envión con que se reciben las buenas noticias–, esto dice o plantea –más o menos– una de las criaturas salida de la extraña, inquietante usina narrativa de Gustavo Ferreyra, flamante ganador del premio Emecé con su novela Doberman, definida por el jurado integrado por Tununa Mercado, Martín Kohan y Fabián Casas como “un tour de force hipnótico por la mente de un hombre atormentado por la alienación, en un ambiente tan enfermo como él”. No es raro que la voz de este escritor y sociólogo vacile del otro lado de la línea –desde su casa en Villa Urquiza–, y que las palabras queden incompletas, como si cierta forma soterrada de timidez o la perplejidad que sacude su bajo perfil les amputara la última sílaba. “La verdad es que fue una sorpresa; mi literatura no es muy ‘premiable’. Me presenté a varios concursos cuando era más joven, pero me di cuenta de que no cuadraba”, confiesa con un tono matizado por su campechana ironía. “Así que bueno: ahora se dio”, agrega. Pero la cosa con este hombre –tan lejos de la loca e insoportable vanidad que cunde entre los escritores– no termina acá. El pesimismo es feroz, casi encantador, en Ferreyra. Dice que no sabe qué hacer con los 25 mil pesos del premio. Pero de pronto –cabe imaginar– observa una elástica y elegante figura caminando por el living de su casa y dispara: “Me van a servir para mantener a mi gata”.
El mamífero aparece apenas se rasca un poco en la superficie de cualquier humano. Esta idea merodea en el proyecto de Ferreyra desde que irrumpió en la escena literaria argentina con El amparo (1994). Como una cuerda vigorosa y a la vez sigilosa, se extiende en las entrañas de novelas como El desamparo (1999), Gineceo (2001), Vértice (2004), El director (2005) y Piquito de oro (2009). Joaquín Riste, el protagonista de Doberman, no escapa a este “destino”. Encarna los avatares de la especie mamífera en dos planos superpuestos: el “real” y el “imaginario”. Soñador, paranoico y resentido –combinatoria de la que el escritor capitaliza hasta los mendrugos menos concebibles–, Riste busca escapar de su infancia oprimente en un monoblock del barrio de Flores por la tangente de la fantasía. Entonces –sólo entonces– él es un doberman y un showman que fascina al público. El “niño-doberman” crece; la vida y sus circunstancias lo llevan a convertirse en chofer y mano derecha de un alto funcionario de la Cancillería argentina del gobierno de turno –el menemismo–, allá por 1994; aunque el vértigo de los acontecimientos políticos y sociales traicione la cronología y la haga parecer más lejana en el tiempo. Una de las espinas dorsales de los personajes de Ferreyra –entre otras– es no “cuadrar”, no sintonizar con el mundo. En ese contexto donde el éxito a toda costa es el “imperativo categórico”, Riste no encaja. Una escaramuza nerviosa lo conduce de patitas al psiquiátrico; pero el funcionario para el que trabaja lo rescata y lo envía en misión internacional a Polonia.
Hasta que se publique el libro, el próximo mes, habrá que imaginar a Riste en Varsovia, con los voltajes desquiciados por su terca obstinación por los perros, persiguiéndolos y vagabundeando por esa ciudad bajo el mandato de una misión imposible. Y, para colmo, enamorado de una actriz polaca, también se obsesiona con los comunistas, a los que parece ver en todos partes en plena confabulación. Ferreyra cuenta que Doberman arrancó como resabio de un cuento de Kafka que leyó: “Josefina la cantora o El pueblo de los ratones”. “Yo venía trabajando con el tema del hombre y la animalidad en algunos fragmentos de mis novelas, la política o diversos aspectos de lo social tomados desde lo ancestral”, subraya el escritor cuyos personajes –en buena medida– se despliegan como ecos indisimulados de la acústica de Robert Walser. “Hay un desajuste entre el personaje y el mundo en mis novelas, es cierto”, admite. “Lo que tiene Walser es que sus criaturas nunca encajan en la norma. Yo no había leído a Walser hasta que me comentaron lo del desajuste.”
Tununa Mercado sabe que el poder de un relato está en la capacidad de atraer a un lector hasta inmovilizarlo en una expectación permanentemente realimentada. Ella, como los otros miembros del jurado, fue víctima de esa adicción que genera Ferreyra. “Doberman ha entrado a mi casa entre una docena de novelas finalistas y se ha impuesto sin desmerecer a ninguna. ‘Ladró más fuerte’ –me atrevo a decirlo– con una voz sorprendente y me mantuvo cautiva hasta su última línea. Cuando eso sucede es porque la lectura ha ganado el espacio de la escritura fundiéndose con ella. Se diría un poder compartido que no es identificación, sino un estatuto que la literatura reserva para algún texto muy especial que será su alimento para seguir existiendo. Una novela que toma y saca el aire de su propia respiración y avanza como un prodigio o como un monstruo.” Martín Kohan lanza una pregunta más que atinada: ¿Qué les pasa a las palabras cuando las toca Ferreyra? “Se diría que las gana una especie de oscuro trastorno, del que obtienen el poder de, a su vez, trastornarlo todo.” Doberman –agrega Kohan– “no nos perturbaría tanto si se limitara a hacer del perro una metáfora del hombre”. “Pero pronto notamos que no se sabe con certeza qué sería exactamente metáfora de qué, y de inmediato ya no podemos ni siquiera estar seguros de que se trate en verdad de metáforas.”
Ferreyra no rechaza de plano que haya, en los intersticios de la novela ganadora del Emecé, algo así como una posible lectura –en clave de ficción, claro– del menemismo. “La novela no intenta hacer un balance del menemismo, pero en el fondo asoma ese delirio de la época de imaginar un nuevo lugar para la Argentina en el mundo, un rol que jugaría a partir de su alianza con los Estados Unidos, y que aparece en la fantasía del funcionario menemista que cree que van a invadir Polonia, Checoslovaquia y varios países del Este con la benevolencia de la CIA y el Papa, aunque nunca quede claro quiénes avalan esta invasión. Es el delirio menemista de la derecha, la derecha como utopía también; pero no más que eso, porque por otra parte la novela tiene un registro más fantástico”, advierte. Riste cae por el pozo ciego de la alienación. Por el pasado medio trágico del personaje, no había otra posibilidad. “El funcionario menemista le propone una empresa imposible porque Riste no está capacitado para esa misión de ‘la diplomacia paralela’, como se dice ahora”, chancea el autor.
A Fabián Casas le gusta aplicar un término del mundo del ajedrez para referirse a la obra del escritor premiado: Gran Maestro. Sí, con mayúsculas. “A esta altura de su obra –que Doberman no hace más que expandir y consolidar– uno no le encuentra muchos pares en la literatura argentina. Habría que ir hasta Walser, Kafka o el último Celine –con quienes comparte el genio– para buscarle camaradas de ruta. Cada novela o relato de Ferreyra es como un buen golpe de karate: certero, con kimé e imposible de eludir. Un maestro de la impecabilidad.” El gran maestro –cáustico en sus modulaciones– reconoce que eligió Doberman porque tiene al hombre dentro del nombre. “Cocker no daba para título”, remata con una risita sarcástica