jueves, 3 de febrero de 2011

La Nación, Doberman


Loco por los perros
Silvia Hopenhayn
Para LA NACION

Escribe todos los días una página en un cuaderno igual a los que usaba en el colegio industrial. Casi no tacha. El borrador es su propia mente. La frase surge casi intacta. Anota al margen lo que supone que puede ocurrir más adelante. No lo sabe del todo, su ficción no es calculable. Tampoco un oficio, en un sentido estricto. Es una forma de estar viviendo, de transcurrir. Lo argumenta en dos frases: "La literatura está hecha de tiempo" y "La novela es la vida misma del escritor". No le importan las grandes frases. Preferiría que no se noten, que su prosa siga siendo una estepa. Sin embargo, las escribe y se cuelan en sus novelas: "La soledad lo llevaba al corazón de las cosas muertas"; "Los números son sospechosos y se mueven como ratas"; "Los ojos son una suerte de vanguardia", o, con humor: "Los árboles habían triunfado sobre el comunismo" (lo bello sobre lo feo). Es sociólogo, le pareció que era más "útil" que estudiar letras. Quería escribir sin que le dijeran lo que había que leer.


Gustavo Ferreyra tiene siempre un libro inédito para publicar porque no hay día en que deje de escribir. Sus novelas son como peldaños de un edificio mental. De abismos dramáticos y balconeo cómico. Los personajes son seres atormentados que se alimentan de la zozobra. Cada acto que cometen parece convertirse en un acto criminal, incluso contra ellos mismos.

Cruza rara entre Kafka y Arlt, la obra de Ferreyra es tan actual como singular. Vale la pena recalar en algunos títulos: El amparo (1994), El perdón (1997, relatos), El desamparo (1999), El director (2005), Piquito de oro (2009). Y la última, recién publicada y galardonada del prestigioso Premio Emecé, Dóberman. Según Tununa Mercado, integrante del jurado, esta novela avanza como un prodigio o como un monstruo. Es que sus personajes son una mezcla de monstruos cínicos y bestias queribles. Martín Kohan considera que cuando Ferreyra "toca" las palabras, éstas se trastornan, y eso vuelve perturbadora su ficción.

En Dóberman, Joaquín Riste, como todo aquél que sueña con la fama, tergiversa su destino con fantasías de triunfo, convirtiéndose en un desencajado que va a terminar como chofer de un funcionario de la Cancillería -en plena década menemista-, internado en un psiquiátrico y, luego, enviado en misión secreta a Varsovia. Allí va a desplegar toda su locura canina y creerá que los perros de la calle son los únicos que saben a dónde van. Se dedicará a perseguirlos.

Entre mujeres (madre, hermana, rubias) y perros, Riste deambula esbozando pensamientos que lo descolocan: "En lo masculino no había refugio posible. El lo sabía bien, ya que no podía entrar en sí mismo y abrigarse. O si lo hacía por momentos, algo lo expulsaba rápidamente de allí. Su masculinidad lo echaba a la intemperie. Y lo condenaba a vagar sin ton ni son".

Esta deriva se inscribe en un presente argentino de impunidad, en plena caída de ideales. Escribir todos los días una página es quizás un modo de exoneración.