domingo, 8 de noviembre de 2015

Revista Ñ, La Familia

Relatos, secretos y fantasmas de la familia argentina

De la ficción a la crónica, la familia sirvió para narrar y hacer que en un país detenido en el puro presente de la crisis, el tiempo de las historias volviera a correr. Tres libros recientes retoman la conmovedora vigencia del tema.


Para la imaginación literaria del siglo XIX, las jóvenes repúblicas latinoamericanas co menzaron como asuntos de familia. Antes de que el estado tomara forma, la novela familiar servía para integrar afectiva y políticamente las relaciones de poder de una sociedad convulsionada por las guerras civiles.

Los finales felices se multiplicaban por una ficción que enseñaba a desear una felicidad doméstica en deslizamiento constante hacia el bien público: las cuestiones conyugales eran cuestiones políticas; la alianza matrimonial, una alegoría de la unificación nacional; los asuntos de alcoba de sus héroes y heroínas –almas bellas, puras y delicadas–, una consumación desplazada de ese goce político sin el cual es imposible entender el atractivo de las identificaciones nacionales.

Si en la ficción de una Argentina sin Estado todo comenzó como un asunto de familia, es concebible que, en un país vaciado de sentido por décadas de desnacionalización y de crisis, las familias volvieran a multiplicarse por la realidad y la ficción como un mecanismo pospolítico capaz de articular la temporalidad de una Argentina que hacia el año 2000 parecía haberse acabado.

La literatura argentina del siglo XX, que supo ir de tíos a sobrinos, terminó como había empezado un siglo y medio antes: triangulando padres, madres e hijos según un diagrama de fuerzas que recorre buena parte de la ficción contemporánea. Encadenando biológica, afectiva, económica y políticamente una generación con otra, la familia sirvió para narrar y hacer que en un país detenido en el puro presente de la crisis, barbarizado por años de neoliberalismo, el tiempo de las historias volviera a correr.

De una generación a otra
 
Claro que ahora, sin un deseo de Estado en el horizonte que elimine las diferencias, las cosas terminan fracasando. Al menos para Sergio Correa Funes, el filósofo maldito de La familia , la última novela de Gustavo Ferreyra (Buenos Aires, 1963). Como la reciente novela de Juan Becerra, Ferreyra arma un monumental espectáculo del paso del tiempo a lo largo de tres generaciones de una familia en perpetuo estado de desmembramiento y fragmentación.

Ultimo vástago de un linaje liberal maldito que se remonta a 1900, Correa Funes le pone punto final al siglo XX e inaugura en la Argentina del siglo XXI una corriente filosófico-política que sobre un fondo de pérdida y crisis familiar, mientras la Argentina se derrumba, se alza al grito resentido de ¡no más hijos! contra la familia y la naturalización de sus vínculos.

Se trata de la historia de un bancario-filósofo blando y acomodaticio, un burgués “pequeño, pequeño, pequeñísimo” que se afana por medios deplorables por arrancarse de una vida donde lo humano está en deslizamiento permanentemente hacia el campo meramente reproductivo de la especie.
Lábil, infantil y narcisista, incompetente para la vida adulta, Sergio rabia por terminar con la familia y devenir individuo soberano y autónomo, gobernando en soledad la república pequeño burguesa de un yo ideal sin deseo ni lazos de familia, no predeterminado por los vínculos de sangre que los atan a un pasado y a las leyes férreas de una herencia que, de una generación a otra, se transmite de padres a hijos como error, enfermedad o automatismos de conducta.

Sergio terminará recluido en la caverna de una subjetividad monstruosa, desintegrándose subjetivamente, condenado a la vida y su potencia de diferenciación. Pero el siglo XXII, anticipa la novela, será correísta: un mundo donde la máquina célibe montada por Sergio un siglo antes se multiplicará por las calles de una Nueva York donde nadie pertenece a ninguna familia y la lucha contra la vida de los partidarios del sujeto devino irónicamente política de masas.

Relaciones de poder
 
Pero más allá de Sergio Correa Funes como eslabón perdido de esa nueva humanidad, La familia es una novela ferreyrista –si por ferreyrismo entendemos un trabajo visceral e intensivo con la palabra orientado hacia el hueso duro de lo real, que desde los años de El amparo (1994) le permite al escritor extraer del lenguaje potencias inéditas: la potencia de la impotencia, la fuerza del servilismo, el placer del displacer que se juega en toda relación de dominación. En las novelas de Ferreyra, la servidumbre, la mediocridad, la humillación, el rebajamiento, las agachadas, producen una intensidad insoportable, que arrecia sobre todo en el uso abyecto de diminutivos (“humanito”, “ideílla”, “mierdilla”, “puertita”) que parecen poder “contra cualquier absoluto humano”.

Cartografía de las relaciones de poder de una época, todo en las novelas de Ferreyra es relación de fuerzas, todo es micropolítica y producción de jerarquías. La familia, la pareja, el trabajo, la sexualidad, la propia conciencia, se vuelven arena de luchas microscópicas que proliferan por la vida de una galería de hombrecitos infames, “liliputienses” de la vida resentidos y agresivos que no pueden gozar sino de su propia sumisión, topándose con las relaciones de poder que les salen al paso.
Al igual que su padre y su abuelo, Sergio es una versión obscena del superhombre nietzscheano, clasemedieros crónicos con una inteligencia maniática deslizándose por una pendiente de indignidad más allá del bien y del mal, a fuerza de inferioridad y abyección más que de voluntad de poder. En la tradición de los personajes de Roberto Arlt, buscan elevarse por encima de la vida “sin elegancia, sin dignidad, sin pruritos, sin las tablas de la ley, sin ningún raciocinio, como sea”, traicionándolo todo. Su excitación mental es constante –un estado de exaltación hecho de umbrales y gradientes, de ascensos y descensos bruscos por el lenguaje que talla en el tiempo de la conciencia monstruosas esculturas de palabras cargadas y retorcidas por un goce desequilibrante.

Pero se trata de construcciones giratorias de un deseo ambivalente que proviene de la misma vida que Sergio aspira abolir. Porque las palabras se hincan en la carne y duelen, porque el lazo social es un lazo libidinal, el territorio verdadero en la lucha contra la vida es la lengua pulsional del cuerpo que insiste y hace tambalear las desequilibradas y verborrágicas construcciones mentales de Sergio con una fuerza que, a fin de cuentas, pertenece menos a la conciencia moral que a la vida misma del animal humano que apenas la represión deja de funcionar, se revela como una bestia destructiva, ajena al amor por el prójimo y por la propia especie.

Fermín A. Rodríguez enseñó teoría literaria en la UBA y literatura latinoamericana en San Francisco State University.

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