(publicada en la revista Los asesinos tímidos, en marzo de 2008)
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La obra de Gustavo Ferreyra (Buenos Aires, 1963) incluye hasta la fecha cinco novelas (“El amparo”, 1994; “El desamparo”, 1999; “Gineceo”, 2001; “Vértice”, 2004, y “El director”, 2005, finalista del Premio Clarín) y un libro de cuentos (“El perdón”, 1997). Se trata de una obra que, acaso por su discreción casi secreta, no carga con imaginarios que puedan influir ostensiblemente en el encuentro con el texto. Sin embargo, y de boca en boca sobre todo (comentarios de admiración de Fabián Casas, Martín Kohan, Anibal Jarkowski, Oliverio Coelho entre otros) va corriendo el rumor de que se trata de una obra valiosa, original, pero no ajena al cuerpo de nuestra literatura; compleja sobre todo por las tensiones que pone en juego; una de las obras que se distingue y recorta por su consistencia interna, por el propio peso de su estilo.
Gustavo Ferreyra es kafkiano. Inventa un mundo inhabitable, denso, con personajes siniestros y que sin embargo no cometen grandes crímenes ni proezas. Pero el “realismo” de los héroes y de sus acciones (aquellas que causan estragos), es la mayoría de las veces mental, puramente introspectivo: “Casi no necesitaba abrir la carta, la casa vacía y el sobre bastaban para saber que (ella) se había marchado, tal vez, o mejor dicho con seguridad, harta de él, de su carácter, de su espantosa pedantería (que él hombre de acción y cultivado, reconocía a veces, pero no por esto era capaz de ponerle fin, y tan lejos de ello estaba que aun cuando la reconocía no hacía sino felicitarse por su capacidad para distinguir lo que para otros hubiera sido invisible).”, escribe en uno de los cuentos de “El perdón”. Su narrativa, tomando como materia lo cotidiano, lo más inmediato de la realidad (la ciudad contemporánea con sus ordinarias (nuestras) legalidades y apariencias) va creando página tras página un conflicto espiralado cada vez más irrespirable.
Ya utilice un narrador en tercera o primera persona, involucrado o no en la trama, un rasgo distintivo de su escritura es el uso de palabras que en un principio parecen salirse del registro, del tono que sería esperable para el narrador y las tramas que narra; pero continuando la lectura, se entiende que muy por el contrario, aquellas palabras no son errores ni vocablos casuales o arbitrarios, son las vértebras de ese narrador, encarnan una de las principales decisiones del autor, y uno de los pilares de su estilo. Palabras como “barruntar”,“timorato”, “vejete”, “inquina”, “vivillo” o expresiones como “al traste”, “como Pancho por su casa”, “brete de proporciones” se van entrelazando con toda la variedad del lenguaje, como si se tratara de alguien que escribe con el diccionario al lado, llegando casi al lenguaje de las escrituras inmaduras, llenas de ornamentos; aquellas que parecen buscar puntos de una profesora de lengua o, desde otra perspectiva, esa misma que, por tramos, se le ha reprochado a Roberto Arlt. En Gustavo Ferreyra aquellas palabras tienen un sentido distinto: parecen servir al mal. Parecen dictadas por un demonio que, mientras nos va contando las miserias de los infelices urbanos, se va burlando sin piedad de ellos. La piedad, la compasión están ausentes en la voz del que narra. La piedad -y a pesar de la presión que padecen los sujetos de la trama es terrible- en todo caso, queda a disposición del lector, lo mismo que su utilidad o su criterio.
Otra de las insistencias que se destaca, es la repetición de un tema, de un conflicto que parece ir de personaje en personaje y de libro en libro, sin por eso volver redundante cada libro; en cierta forma, parece ser un eje o un conflicto que sostiene la obra entera: la amenaza de la inexistencia; la amenaza (su conciencia escondida o difusa) de caer en la indistinción, en cierto anonimato a la vez buscado y temido: “Pablo se calló, abandonando una frase de la que empezaba a arrepentirse. El desánimo lo agobió. Con la boca todavía entreabierta bajó la cabeza. La rubia le extendía una tarjeta al viejo con sus datos personales. Pablo sabía que estaba completamente de más y sin embargo no quería irse” (Vértice). Los personajes de Ferreyra, desesperados por la indiferencia con que son tratados o vistos, al tanto de la mediocridad que los corroe, buscan asilo o escape en una justicia o en una legalidad que de alguna manera los reivindique, generando así el conflicto necesario para la trama. Las soluciones suelen ser dos: o bien esa justicia se confunde con la pura represión (y en ese lugar se suele ubicar y suele intervenir fallidamente la policía o la instancia más alta de una pirámide jerárquica y violenta) o los personajes navegan hacia la locura, hacia el delirio o la mutilación, o hacia alguna enfermedad que pueda devolverles la certeza no sólo de que están vivos sino de que importan, de que no dan lo mismo, de que pueden ser reconocibles entre el amasijo que aparenta ser la ciudad o la multitud. Como otros autores de su generación, Ferreyra escribe la contracara de la generación desaparecida, escribe una de las modalidades afantasmadas de los sobrevivientes de la última dictadura argentina: al terror a desaparecer, o de haber desaparecido, le sucede el terror de existir como una sombra, de perdurar por años ahogado en una sobrevida larga e insulsa.
En “El director” la apuesta de Ferreyra sube. La misma amenaza de inexistencia ya no recae sólo sobre el principal personaje y narrador (un director de escuela) sino, y a través del ordenamiento, a través de la distribución del relato, se amplifica hacia la historia y la sociedad argentina de los últimos cincuenta años. El encierro, los dilemas siempre egoístas, la inercia o la pasividad (pero nunca del todo carentes del conflicto errático, retorcido y vano a la vez) se extiende a escala país, a escala social. En este sentido, es probable que “El director” se recorte como libro, forme un coágulo brillante dentro de su obra. En él, la escritura de aquel terror a la anomia, retorna modificada y enriquecida: “¿No es el perfecto idiota útil, el tipo que está en la cocina de su casa, moviendo el dial de aquí para allá, lleno de miedo o de esperanzas?”(El director). A su vez, en “El director”, Ferreyra produce una saturación del procedimiento. La intertextualidad (fragmentos de una novela dentro de la novela, voces abstractas figurando el pasado o el destino, invocación de fechas históricas significativas a modo de capítulos) tan usada al servicio de la “Novela total”, cobra en este caso un aspecto disonante, una función de exterior: nos aleja de la novela y nos la devuelve transfigurada, o nos devuelve, a nosotros los lectores, transfigurados, porque nos aporta una reflexión que nos impide ser arrastrados por el cauce seductor del relato. Hace de la novela lo que debería ser: un objeto real. Lo hace recordándonos que hay un autor, un libro, e ideas (sobre todo de la literatura) en juego.
Gustavo Ferreyra a lo largo de estos años, y de estos libros ha ido demostrando y enriqueciendo su estilo, acaso el don más preciado por un escritor. Un estilo que si bien es singular, único, encuentra nexos, traza rutas o trayectos amables y variados con otras escrituras, algunas lejanas, como las de Robert Walser, Celine, Bernhard, Kafka o el Thomas Mann de Doktor Faustus; y otras más próximas para nosotros, como las de Arlt, Onetti o Juan José Saer. Lo cierto es que si un estilo no se mide con el mercado ni con los honores del reconocimiento (aunque tampoco los eluda), si un estilo se trabaja y se va buscando afirmar una y otra vez, imperfectamente, porque se sabe que en ese gesto radica su trascendencia, hasta ahora tanto los libros como su autor, se pueden dar por satisfechos.
Edgardo Scott -febrero 2008