Dueño de un estilo personal y contundente, Gustavo Ferreyra se ha consolidado como un autor de peso en las letras argentinas. Su sexta novela, Piquito de oro, habla de la rabiosa subjetividad de un porteño abrumado.
Por: Ana Prieto
MALICIOSO Y PARANOICO. Así define el autor al protagonista de su nueva novela, y con él crea una nueva categoría: el “piquitismo”, argentinos con pretensiones de ser otra cosa.
Para leer esta entrevista hay que pedirle un favor al lector: que imagine a Gustavo Ferreyra riéndose a cada rato. De esa manera evitaremos colocar el incómodo (risas) en casi todas sus respuestas. El escritor se ríe de sí mismo, de sus personajes, y Piquito de oro, su flamante sexta novela, también lo hace reír. Dice que es con la que más se ha divertido hasta ahora. Soltaba carcajadas mientras la escribía en esa extraña postura que elige para el oficio: acostado boca arriba, cuaderno en mano, en una piecita que tiene al fondo de su departamento de Villa Urquiza. Un cuartito ínfimo con lugar para esa cama que vendría a ser su escritorio, y una PC amarillenta en la que luego transcribe todo. "Lo que está en el cuaderno es lo que después se publica". Alguna coma, algún espacio, eso es todo lo que corregirá cuando pase el manuscrito a Word. Sus cuadernos prácticamente no tienen tachones, y ha escrito todas sus novelas de un tirón.
Se ha dicho que Gustavo Ferreyra es un escritor extraño. En 1994 apareció en la escena literaria con El amparo, una novela que transcurre en una temporalidad ambigua y un único escenario donde se despliega un oscuro juego de jerarquías que tiene al paranoico sirviente Adolfo en el centro de la escena. Cinco años después apareció El desamparo, dejando a sus lectores boquiabiertos y a su mujer llorando. "Yo mismo me sentí oprimido por mi propia literatura", dice, recordando ese libro sobre la averiada iniciación de un muchacho al –o más bien contra el– mundo real. Mientras la escribía, no se rió para nada. Luego vinieron Gineceo, Vértice y El director, novelas que la crítica aclamó por su estilo único, el brillante manejo de la subjetividad de los personajes y un trasfondo político que Ferreyra despliega con una crudeza a la que pocos se atreven. Otro punto en común que tiene esa bibliografía es que hoy casi no se consigue.
-Se diría que tiene un perfil muy bajo. ¿Cómo se relaciona con el mundillo literario?
-Pasa que yo no era del mundillo literario desde el vamos. Soy sociólogo, pero me encantaba la literatura, más que la sociología, y escribía y escribía. No he buscado nunca estar en un mundillo aunque tampoco lo he rechazado. Se ha dicho que no doy notas, pero no es verdad. Tal vez las entrevistas se buscan tanto que si uno no lo hace parece que las rechazara. Mi actividad literaria es escribir, siempre, y tal vez eso me ha impedido estar ahí. Tenés que ganarte la vida, tenés una familia, y entre ir a un evento o escribir, siempre preferí escribir. Y así he quedado como un asocial.
-Si le preguntan, ¿qué dice? ¿Es sociólogo, profesor, escritor?
-Por deseo soy mucho más escritor. Pero también soy profesor, que es con lo que me gano el dinero. Doy clases de sociología en el CBC y materias relacionadas en un secundario de adultos.
Y es un lector voraz. En su amplio living hay tres bibliotecas repletas de novelas. Se ven nombres como Dostoievski ("me abrió el mundo"), Tolstoi ("un gran maestro"), Pushkin, Chéjov, Céline, Walser, Balzac, Moravia, Vian. En literatura argentina, se reconoce como "otro más de los devotos de Saer", y también le gusta Fogwill. Está esperando leer 2666 del chileno Roberto Bolaño, y se apasionó con Los detectives salvajes. "En mi caso, la novela es la vida misma del escritor. Es casi un sino, una fatalidad para mí", dice Ferreyra. "La literatura también está hecha de tiempo, y eso te lo da la novela. Es desde donde ves y percibís la dimensión temporal de la lengua. Y muerde al lector como otros géneros quizá no pueden".
-¿Cómo desarrolló esa primera persona sin nombre ni apellido que es Piquito?
-En mis libros yo iba jugando al borde de la primera persona y al final caí. Mis terceras personas están muy construidas desde la subjetividad de los personajes, en una tercera medio engañosa que a veces da la impresión de una falsa primera. Llegué a una primera persona en mi novela anterior, El director, y disfruté escribiéndola. Piquito es una apuesta mayor: directamente un continuum subjetivo, una verba que no puede parar. Y creo que Piquito también tiene un poco de lo que en otros tiempos me provocó gusto leer: Walser y Céline. Diría que son opuestos, aunque en el fondo sus personajes luchan de algún modo contra la realidad y Piquito está en ese registro. También quise que su voz se destacara en el horizonte de la otra historia que tiene la novela: la de la familia del médico.
-Esa historia gira alrededor de un crimen y quedan un montón de cabos sueltos que al lector lo dejan intranquilo. ¿Escribe para incomodar?
-Sí, sí. Es mi especialidad. En general ocurre eso con mis novelas. El mundo incomoda y yo no lo mejoro. La realidad queda así, todos los casos terminan con cabos sueltos o tienen resoluciones muy precarias. Así que quizá sí, peco de realismo. No tranquilizo al lector, queda incómodo.
-Incómodo y paranoico. En el subte atestado, viniendo para acá, iba pensando quién de los pasajeros estaría rumiando las cosas que rumia Piquito.
-Y... Por ahí todos.
-Esas obsesiones, ese monólogo interior, esa labia de Piquito de oro, ¿lo ve como algo muy porteño?
-Es difícil identificar la cosa local, justamente porque uno está en la burbuja. Yo no estoy muy en el mundo de la porteñidad si se puede decir así. Pero evidentemente hay algo de eso, de la rabiosa subjetividad de un porteño abrumado. En el mundo hay locura de sobra, pero acá también debe haber una condensación bastante interesante, digo, esto de ser un país latinoamericano pero con pretensiones de otra cosa me parece que genera, sobre todo en los sectores medios, una angustia, una desilusión permanente.
-¿Esas pretensiones irán a desaparecer alguna vez, con el cambio de las generaciones?
-No sé, los clichés se van heredando. En el 2001 parecía que se iba a poner fin a eso, ¿no? Pero todo vuelve. Piquito es sociólogo. Cuenta Ferreyra que lo hizo así sobre todo para oponer ese mundo intelectual –Piquito está en pareja con una filósofa exitosa diecinueve años mayor– con el otro que se abre en la novela y contra el que está siempre a punto de colisionar: el de la opinión colectiva, representado en una familia aturullada por el corralito, la inseguridad y la incomunicación generacional. Pero Piquito también es sociólogo por una cuestión de inmediatez, al estar Ferreyra al tanto, por ejemplo, de lo que le toca hacer a un recién recibido para entrar al mundo laboral. La novela transcurre entre mayo y septiembre de 2002, con Duhalde en la presidencia y el telón de fondo de los piquetes. Pero nada de lo que pueda decirse de Piquito termina de explicar a Piquito, orgulloso desempleado, huérfano de padre y madre, cuya existencia tiene para él "la densidad del telgopor" y que pasa de la malacrianza infantil a la interpretación ontológica de su sexualidad, de la inacción complaciente a la militancia en el PO. "Es malicioso, Piquito", dice un sonriente Ferreyra, que logró dar con la mejor descripción de su personaje en la palabra "piquitismo".
-Se ha hecho mucho hincapié en la originalidad de su estilo, en el uso frecuente de palabras en desuso...
-Mi estilo apareció en mi primera novela y diría que era todavía más "original" que ahora. En Piquito está un poco más ligero. Hay palabras que tienen su fuerza, que son irremplazables, y trato de no privarme de ninguna que pueda sonar como la necesaria en ese momento, en ese lugar. No intento ser rabiosamente actual, si sos verdaderamente actual podés traer algo de lo remoto también. Me parece que es muy actual Piquito, y por eso puede darse el gusto de hablar así.
-¿Le interesa la crítica literaria?
-Leo poca crítica y más bien en sus vertientes más breves, accesibles: notas, artículos. He leído poca crítica erudita, digamos; no por despreciarla sino por... desidia, tal vez.
-¿Y ha llegado a estar en desacuerdo con algo que se haya dicho de su obra?
-En general he tenido críticas y reseñas muy favorables y me han sorprendido justamente por esto. A veces los reseñadores sacan a la luz tanta inteligencia que me pone feliz y algo orgulloso que la hayan aplicado a mis libros. Es difícil situar este asunto en términos de acuerdos y desacuerdos. El lector tiene su pequeño imperio –con su corte y con sus ciudadanos– y está bien que así sea. Los escritores tenemos los ejércitos, paupérrimos, pequeños o gigantes.
-¿Cómo queda cuando termina una novela? ¿Siente un vacío?
-Quizá por temor a ese vacío, cuando terminaba mis primeras novelas a los tres o cuatro días ya empezaba a escribir la siguiente, una locura. Ahora espero un poco más. Terminé la última hace dos meses y estoy planeando lentamente la próxima.
-¿O sea que Piquito no es su última novela?
-No, Tengo dos novelas más. Una se llama Doberman, donde aparece el chofer de un alto funcionario de Cancillería de tiempos del menemato que viaja a Polonia en misión internacional. La última es una saga, La familia: varias generaciones que culminan en un hombre que nació en 1959 en la Argentina y que va a ir cobrando cierta trascendencia internacional a medida que avanza el siglo. La novela toma su legado en 2106.
-Para terminar, tengo una duda personal. En Piquito de oro me da la impresión de que es X quien mata a X.
-Sí... A mí también me da esa impresión.