miércoles, 2 de febrero de 2011

Aníbal Jarkowski, Doberman, El interpretador

Gustavo Ferreyra: Dóberman. Bs. As., Emecé, 2010.

Excepto cuando se lo razona, el uso del narrador omnisciente suele ser una comodidad, una inclinación perezosa de los escritores a perseverar en un hábito y agenciarse la satisfacción sencilla de los lectores.
El narrador omnisciente es una fórmula, como lo fue en su momento describir cada personaje al momento de aparecer en un relato. El narrador de El capote de Gógol, más de un siglo y medio atrás, ya ironizaba acerca de ese recurso cristalizado:
“Es evidente que no debiéramos extendernos mucho en la personalidad de tal sastre, pero como es de rigor en toda obra que se precise el carácter de cada personaje, no queda otro remedio: venga, pues, Petróvich, para acá.”
También es una cristalización indicar en un diálogo qué personaje habla en cada caso, a pesar de que sólo sean dos los que participan del mismo - “Preguntó X”; “Z respondió”- o reservar un epílogo para revelar el futuro lejano de los protagonistas y así promover la ilusión de que siguieron viviendo.


Cuando en abril de 1933 Borges informó al mundo que “la literatura es, fundamentalmente, un hecho sintáctico” , acaso decepcionara –y siga decepcionando- a la gran mayoría de los lectores, pero se le debe conceder que lo hizo en beneficio de la verdad. La literatura, en efecto, puede ser concebida como una serie de procedimientos de los que no se puede prescindir, de suerte que el mérito estético residiría en el acierto, primero de la selección, y luego de la realización de esos procedimientos
La omnisciencia del narrador es una fórmula más, pero tiene la peculiaridad de ser una de las más primitivas y espontáneas –de ahí que algunos escritores la perciban como una naturalidad de la que un relato no puede prescindir-; la misma a la que recurrió Homero –aunque su omnisciencia contó con el inestimable socorro de las musas- para cantar la cólera de Aquilas y las tribulaciones de Odiseo, y a la que aún recurren padres y madres para conseguir que un relato promueva el rápido sueño de sus hijos.
En suma, el narrador omnisciente es una opción narrativa aunque de las más significativas, porque a través de ese recurso el narrador, menos que usurpar una potestad reservada a Dios, en verdad simula realizar una intensa fantasía humana: la de poseer el don de leer la mente.

Gustavo Ferreyra ha probado en sus siete novelas conocidas distintas estrategias narrativas. En Dóberman, la última publicada, recurre a la fórmula de la omnisciencia, pero de un modo relativo. Es cierto que en algunos pasajes su narrador puede, por ejemplo, representar los pensamientos del funcionario “número tres” de la Cancillería durante el gobierno de Menen; pero pasajes como ése son excepcionales.
El objeto del narrador es, en verdad, representar los pensamientos de Joaquín Riste, protagonista del relato y personaje verdaderamente ferreyreano que, de chofér de aquel funcionario, deviene espía en Polonia mientras se prepara una invasión de los países del Este para derrocar el orden comunista que gobierna Cuba. Y habría que decir algo más: el narrador también se concentra en representar, con toda minucia, y como si el personaje efectivamente la hubiera alcanzado, la muy temprana ilusión de Riste de convertirse en un famoso showman.
La novela se compone de 4 partes, cada una de ellas con 2 capítulos donde los primeros son extensos y se suceden inmediatamente; mientras que los segundos, en cambio, son mucho más breves pero también sucesivos y transcurren , casi en su totalidad, en dos hospitales.
Esta composición –tan original como la de El director, por ejemplo- presenta numerosos perfiles de interés, lo que explican que lectores sagaces y refinados como Tununa Mercado, Martín Kohan y Fabián Casas –los miembros del jurado que concedió a Dóberman el Premio Emecé de novela 2010- hayan podido señalar méritos diversos en sus respectivos fallos: la atracción que la novela ejerce sobre el lector, al punto de que lectura y escritura terminen por fundirse; el uso transtornado del lenguaje o la originalidad del conjunto de la obra de Ferreyra en el sistema literario argentino.
Pero concentrándome en la fórmula del narrador de esta novela quisiera hacer apenas algunas observaciones.

En primer lugar, propuse antes que el uso de la omnisciencia por parte del narrador era relativa, porque casi enteramente se aplica a los pensamientos del protagonista. En este sentido es que el narrador parece poseer el don de leer la mente de su personaje en cada uno de sus pliegues, desde los más recónditos hasta los más superficiales; desde los más patéticos hasta los más conmovedores; desde los más miserables hasta los más espléndidos.
¿Cómo es ese pensamiento? Como ya han señalado distintos lectores de Ferreyra, es un pensamiento paranoico que percibe realidades improbables y cuyo funcionamiento podría describirse -por dar sólo un ejemplo de una forma que es constante a lo largo de la novela-, en los términos en que aparece en un pasaje del segundo capítulo de la primera parte.
Riste está internado en un hospital donde le han amputado una pierna y el doctor que lo atiende le pregunta, sencillamente, “¿Cómo está?”. Por un lado, Riste no quiere responder “bien”, porque sabe que tiene fiebre y porque además nadie a quien le han amputado una parte de su cuerpo podría decir que está “bien”. Pero ocurre que Riste tampoco quiere responder “mal”, porque se mostraría inferior ante los demás a causa de la misma amputación. Para la pregunta del médico no hay, en la mente de Riste, respuesta posible.
En este sentido, este nuevo personaje de Ferreyra –como también otros de sus novelas anteriores- todo el tiempo piensa que podría hacer una cosa pero que también podría exactamente la contraria, de manera que siempre termina pensando que, lo mejor, es no hacer nada. Ahora bien, cuando a veces, sin saber exactamente por qué, hace algo, de inmediato comprende que ha cometido un error y ya no podrá repararlo.
Escenas como la que antes se propuso como ejemplo muestran por qué las novelas de Ferreyra son, en lo primordial, representaciones de estados mentales. Acaso social, moral o ideológicamente los lectores se imaginen, a priori, muy diferentes a los personajes de estas novelas; sin embargo, apenas consideren esos funcionamientos mentales, no tendrán más remedio que sentirse hermanados con lo que están leyendo.

En segundo lugar, el estilo de Ferreyra se ha convertido en un verdadero galimatías para los críticos que se afanan por inscribirlo en un linaje que lo preceda: autores como Robert Walser, Kafka, Céline, Dostoievski, entre otros, ya han sido propuestos pero no han construido consenso crítico.
Es una verdad de Perogrullo que se escribe según aquello que se ha leído, pero una pesquisa de la biblioteca personal de Ferreyra probablemente no resuelva el caso. Puede proponerse, acaso, que es un estricto lector de traducciones literarias –como Arlt-, aunque acaso haya que considerar también que es uno de los más brillantes ejemplos –Alberto Laiseca podría ser otro- de narradores que comenzaron a escribir sin entender que los preexistiera una forma correcta e ideal del lenguaje literario, al cual debían duplicar. Estas conjeturas, por cierto, no presumen de haber resuelto nada del problema.
Hay algo diferente, en cambio, que me gustaría proponer con mayor convicción y es que las representaciones mentales que aparecen en las novelas de Ferreyra responden, primordialmente a la notable inteligencia su autor.
Esto puede parecer endeble, impreciso, incomprobable y hasta oscurantista –como cuando en la esfera de la estética se recurre al concepto de genio- y además está muy extendida la impresión de que todo novelista es, por necesidad y obligación, inteligente. Sin embargo, en el caso de Ferreya yo diría que su inteligencia es, en palabras de Scott Fitzgerald, de las de primera clase y anterior a su desarrollo como lector. Una inteligencia infrecuente –como la de Juan José Saer, Rodolfo Fogwill o César Aira- que le permite huir de clisés – “X comprendió entonces que toda su vida había sido un engaño....”; “Z pensó que aquel hombre taciturno era en verdad...”, etc.- y representar, en cambio, estados mentales inauditos –correspondería decir: inéditos- donde lo complejo de esos estados es producto de la consideración exhaustiva, y no meramente neurótica, de cada problema que ocupa la mente de sus personajes. Que “nunca una causa es única” –es palabra de Borges- es un apotegma que guía la exploración mental que los narradores de Ferreyra aplican a sus personajes. Respecto de la exploración a que son sometidos esos personajes, cabría decir que su paranoia es totalmente justificada.
Esa misma inteligencia preliteraria, por lo demás, se materializa en las evaluaciones de circunstancias sociales, políticas o culturales que aparecen en todas sus novelas y continúan en Dóberman. En El amparo, de 1994, Ferreyra ya había encontrado la formulación ficcional para percibir con nitidez experiencias que atravesaban a la sociedad argentina todavía de manera borrosa; el abandono al servilismo, por ejemplo, o el desprecio entre los iguales en pos de obtener la aprobación de los poderosos.
Cada nueva novela de Ferreyra –acaso más y más referenciales a partir de Vértice de 2004- ha sido una nueva evaluación inteligente de nuestra sociedad. Su formación como sociólogo podrá decir algo al respecto, pero dice mucho más su extraordinaria capacidad para desobedecer las ideas banales que están en el aire y que muchos novelistas gustan recoger en lo que escriben.


Aníbal Jarkowski