Dóberman de Gustavo Ferreyra ganó el Premio Emecé 2010. Guillermo Belcore, un descreído de los premios, se sorprende con la grata lectura de la novela.
Por Guillermo Belcore.
Durante años he aborrecido los premios literarios; o mejor dicho, la perversión de los mismos por razones filisteas. Después de ingerir no menos de treinta obras galardonadas por sellos editoriales, concluí que es altamente improbable que en ese terreno pueda brotar el arte. Creí descubrir, incluso, una nueva subespecie narrativa que, cual parásito monstruoso, ha aparecido en el mundo para defraudar nuestra buena fe: la novela escrita para ganar un premio. La baratija viene trozada en capitulitos sin ton ni son, a duras penas llega a las doscientas páginas, es políticamente correcta, procede del taller literario de un fulano bien conectado, y desconoce las densidades temáticas y estéticas. Esas fruslerías nunca perdurarán. Pero hoy debo reconocer que estaba en parte equivocado. El Premio Emecé 2010 ha distinguido lo sublime. El propósito de estas líneas es recomendar la lectura de Dóberman del profesor Gustavo Ferreyra.
Este sociólogo de profesión es pues un grato y tardío hallazgo personal. Admito que nunca antes lo había frecuentado, aunque un blog de confianza me recomendó encarecidamente no dejar pasar Piquito de oro (2009). Tengo la sospecha de que se trata de una especie de escritor de culto, especialmente en ciertos mentideros de Puan y Pedro Goyena. Fabián Casas lo llama “Gran Maestro”. La semana pasada tropecé en el subte con Ezequiel, un amigo muy culto del laboratorio de idiomas, y le comenté a quién estoy leyendo. “Ah sí -me respondió- fue profesor mío en la Facultad; Vértice (2004) es un gran libro”. Debo agotar, pues, la obra de Ferreyra; Dóberman, su séptima novela me obliga a prometerlo.
Lo primero que llama la atención de la obra es su ingeniosa composición. Ensambla, sin dejar rebaba alguna, dos planos argumentales: la protorrealidad; y el delirio de un psicótico. En el primero, Joaquín Liste es un chofer al servicio del número tres de la Cancillería. Estamos en 1994, durante el infame menemato. El funcionario -un típico sanisidrense- recluta a Joaquín para una absurda operación de espionaje en Polonia, el no va más de las relaciones carnales con Estados Unidos. En el segundo plano, el muchachín compensa sus fracasos y sus abismos, imaginando que pertenece a la raza perruna de los dóberman. Es un showman profesional, amo del escenario en teatros de fuste, pero sufre un colapso nervioso. Los dos Joaquín terminan mutilados.
Me da la impresión de que a Ferreyra le encanta escribir, no quiere -como tantos petimetres- publicar libros con el menor esfuerzo. Apuesta al barroquismo, pero nunca resulta cargante. Su prosa combina párrafos macizos, frondosos, ricos en ideas y vocabulario, con el diálogo más ágil. Escribe con sentido del humor y satisface el hedonismo de la palabra justa. Demuestra talento para tallar personajes memorables. Y tiene, como buen porteño, tendencia a sentenciar; en esta ciudad, por desgracia, a todos nos encanta interpretar el papel de batidor de justa. En La Prensa escribí que la clave del libro, lo que lo torna muy recomendable, es que en el timón hay, sin duda alguna, una sólida inteligencia. Transcribo un párrafo para que se palpe la calidad del estilo:
¡Qué fácilmente se olvidaban de él! Prescindían de su ser sin ningún tipo de problemas. Con seguridad, ni siquiera habían tomado una decisión al respecto, simplemente ocurría. No se habían molestado siquiera en tomar la decisión de olvidarlo, lo olvidaban. ¡Y él tampoco sabía lo que quería! ¿Quería imponerles su presencia? No estaba muy seguro de pretenderlo. Seguía siendo, después de todo, un agente en misión y no perdía ciertas esperanzas. En su recóndito escondite tal vez en algún momento resultase decisivo. ¿No estaba también amparado por el olvido? Olvidado, podía disponer de toda su persona, concentrarse en sí mismo hasta ser perfectamente él mismo. Los otros lo sacaban de su ser, lo obligaban a decir, y cada cosa que decía era una parte de sí que se escapaba, una fuerza que se perdía. Cada cosa que decía lo desdibujaba. En cambio solo en ese cuarto, aliviado de todos los deberes, se solidificaba con sus propios humores, adquiría densidad, se espesaba. Y tan acabadamente se concentraría en su ser que por fin contaría con fuerzas inauditas en su persona para hacer lo que fuere, para hacer lo que le tocase hacer, aquello que por ahora era una incógnita y era indescifrable.
Estuve tentado de afirmar que Dóberman es la novela argentina del año. Pero un juicio tan lapidario es un acto de arrogancia, dado que no leí todas las novelas argentinas que se publicaron en 2010. Leí ocho (cuatro obtuvieron premios, véase en La biblioteca de Asterión); y en otras siete no logré superar la página cincuenta y, por ende, no publiqué reseña. Entonces, lo que puedo establecer es que de las novelas argentinas que he tocado este año (excluyendo las reediciones) la última obra de Gustavo Ferreyra es, de lejos, la mejor.