sábado, 4 de septiembre de 2010

Inrockuptibles, Piquito de oro

Dos libros le bastaron a Gustavo Ferreyra para sentar las bases de un proyecto narrativo que terminaría por consolidarse como uno de los más singulares de la narrativa argentina de los últimos años: El amparo, publicado en 1994, y El desamparo, cinco años más tarde. Después llegaron Gineceo, Vértice y El director, en los que Ferreyra siguió probando distintas combinaciones en torsiones cuerpo a cuerpo con las palabras, ensayando variaciones a la hora de construir con minuciosidad un mundo en toda su porosidad –esto es, metiéndole tinta en cada uno de sus poros, de a uno–; un mundo habitado por personajes que cargan en sus espaldas con el peso de éste. Es curioso cómo la lectura de las novelas de Ferreyra genera un efecto óptico o más bien hipnótico de inmovilidad; pero lo cierto es que sus párrafos macizos avanzan, como el tiempo, de forma continua e imperceptible. Un malentendido similar ocurre con su obra en conjunto. 


No faltará quien, al comparar el recuerdo borroso de las lecturas, se haga la idea de que el estilo de Ferreyra es férreo e invariable, monocorde. Y es que, poco afecto a la estridencia, el movimiento minucioso de su prosa traza la curvatura de una oscilación milimétrica. Basta volver a los libros para comprobar que es una falsa impresión. En ese sentido, la primera persona de El director, que a su vez era uno de los personajes de Vértice, es de algún modo el germen de Piquito de oro. O el germen de una de sus dos mitades. Porque más que una novela coral, Piquito de oro parece una novela siamesa, de dos cabezas entrelazadas (así como El director alojaba en su interior, otra novela, La risa). En este nuevo libro, dos son los tonos narrativos que se van pasando la posta del relato: por un lado, el monólogo de Piquito, un treintañero sociólogo algo tardío, que acaba de esparcir las cenizas de sus padres; y por el otro, la familia del doctor Cianquaglini, quien pocas semanas antes de comenzada la novela fue asesinado en la calle de noche en circunstancias confusas. Ferreyra: “Creo que son dos historias que se alcanzan más allá de la novela. Van a converger en un vértice. Sólo que la convergencia no aparece. Quizás escriba en el futuro el post-vértice. Pero nunca el vértice… Existe también la pretensión de enfrentar, sin que interactúen aparentemente, el mundillo intelectual de izquierda y el mundo no intelectual, munido del sentido común de la época, de la opinión colectiva. Toda la potencia verbal de Piquito destaca, me parece, contra ese fondo, que es el horizonte sobre el cual él trata de distinguirse, de elevarse.”

Hijo único algo consentido y sobreprotegido, una vez muertos sus padres, una vez formada una pareja con una mujer algo mayor, Piquito recapitula su vida, retrata a los humanos con ojo de naturalista, y levanta la voz para entonar una diatriba exasperada, exultante, por momentos cándida, por momentos llena de misantropía, que recuerda al mejor Céline, por dar algún nombre. Y genera algo que usualmente los libros de Ferreyra no provocaban: la risa, que sumada al vaivén narrativo le confiere al relato una fluidez y un ritmo inéditos. “Desde ya que Ferdinand bulle en Piquito, pero está muy ligado a su contraposición, a la ingenuidad de un protagonista de Walser. Sordidez e ingenuidad, imposibilidad de párvulo, en fin. Piquito, me parece, es tan actual que puede cargar con lo remoto”, dice. Y agrega: “Mis personajes luchan contra la realidad, sea cual fuere esta realidad. Cada novela me fue acercando a la vulgaridad de lo actual, sin que, eso espero, el texto haga propia esa vulgaridad. Si hubiera aparecido Duhalde en mi primera novela, me figuro que la habría manchado pero ahora creo lograr llevarlo al texto como quien lo eleva con una grúa y lo separa de su hábitat”. Es que Ferreya, en nuestro medio, es uno de los pocos que se anima a redefinir el “realismo”, un término que hasta habría que reconocer suele tener una connotación casi negativa, como reflejo tosco, poco imaginativo, apriorístico, de la realidad. Sin embargo, la prosa de Ferreyra supera la prueba de incorporar de Adrián Suar a Duhalde, pasando por Kosteki y Santillán y el corralito, al diálogo más trivial de entrecasa; incluyendo lo que suele llamarse “grasa”, lo que podría sonar costumbrista o estereotipado, y hacer de eso, con eso, literatura.

Mientras el devenir de Piquito tiende hacia la militancia piquetera, la familia de clase media orbita alrededor del hueco que acaba de dejar el doctor Cianquaglini tras su muerte. Una tercera persona, que se acerca bastante a lo que Ferreyra llama “mis viejos vicios”, narra los días de la mujer y los tres hijos del médico asesinado, la investigación policial, combinando algunos giros inesperados de la trama con las reacciones esperables que una muerte ocasiona en el seno de una familia. Lejos de todo dramatismo, lejos del discurso de los medios (que construyen sus propios relatos a partir de la muerte “del ingeniero” o de “la arquitecta” como víctimas de la “inseguridad”), Ferreyra no le escapa al bulto, procesa los tipos sociales y logra desactivarlos. Hasta que por lo desopilante de los diálogos y algunas situaciones, vuelve a asomar la sonrisa del lector. Y es que Ferreyra los va mostrando, sobre todo, cada vez más liberados tras la muerte del padre. “Toda muerte también es deseada, también es una liberación personal, familiar, social… Más que los intelectuales, que también me interesan, me interesa el común. Nunca los veo como tipos sociales porque tiendo a entrar en la subjetividad. Eludo los estereotipos porque apenas me invaden, como ocurre con cualquiera, los degluto y me hundo en mí mismo hasta que desaparecen como estereotipos. No hace falta mucho a veces para cambiar el punto de vista. Se ha ido formando con los años un ser profundo en mi interior que no puede digerir lo que viene dado y vomita las cosas de tal manera que no son fácilmente reconocibles.”

Matías Capelli

Seix Barral. 280 páginas.

PUBLICADO EN DICIEMBRE DE 2009