sábado, 4 de septiembre de 2010

Perfil, Piquito de oro

Sobre la obra de Gustavo Ferreyra
La era de la sospecha
El suyo es uno de esos nombres que vienen sonando (no tan) en secreto desde hace años, cuando libros como “El amparo”, “El desamparo” o “Gineceo” se conseguían en las librerías de saldos. Admirado por muchos de los mejores escritores locales, Gustavo Ferreyra (Buenos Aires, 1963) acaba de publicar una nueva novela, “Piquito de oro”, ambientada en la época de la poscrisis de 2001. Y Fabián Casas no sólo la leyó con devoción, sino que se anima a afirmar en este ensayo que “nuestro país es ferreyrano ontológicamente”.
Por Fabián Casas

Densidad. Para Casas, “muy pocos pueden exhibir un trabajo tan demoledor como el de Ferreyra”.
Cada vez que leo en un diario que descubren a un serial killer que se cargó a un montón de gente, me produce curiosidad la foto del asesino. Hace poco, los países nórdicos nos dieron otro caso de esos que sólo ellos pueden producir. El tipo era un profesor universitario, querido por sus alumnos y respetado por sus vecinos. En la foto del diario lucía como un hombre algo calvo, con lentes de carey y una mata de pelo rubio, rebelde sobre la frente. Nada especial. Cuando terminé de leer la novela El desamparo, de Gustavo Ferreyra, rápidamente me fijé en la foto de la solapa. Quería saber cómo era la cara del monstruo que había escrito algo tan poderoso y a la vez tan perturbador. Era un hombre joven, estaba mirando a alguien –pero no al fotógrafo– y tenía en su vestimenta una particularidad: por el cuello redondo de un pulóver violeta, sobresalía una camisa escocesa. Patrick Bateman –el american psycho amante de la moda– lo hubiera defenestrado por semejante combinación. Pero también lo hubiese perdonado con sólo hojear unas páginas de esa obra maestra que viene publicando Ferreyra desde mediados de los noventa: El amparo, El desamparo, Gineceo, Vértice, El director y ahora la reciente Piquito de oro. 


Francamente, muy pocos escritores pueden exhibir un trabajo tan demoledor. Una obra elusiva –se esconde en parte en las mesas de saldos– y terminal: cuando la leés –como sucede con la gran literatura–, nuestras certezas dejan de ser lo que eran y empiezan a parpadear como el televisor encendido ya sin programación. Esta no es literatura ni de izquierda ni de derecha, Ferreyra le pega con las dos.

Marcos es un estudiante de Medicina y Luis –su amigo– estudia Antropología. Mientras el primero es dubitativo y paranoico, el segundo parece tener las cosas claras e ir para adelante. Marcos cree que en su nuca le está saliendo otro rostro. Lo presiente. Percibe las mutaciones de esa cara oculta. Marcos conoce a Alejandra, se casan y tienen una hija. Pero todo termina muy mal. Simplemente, la vida es algo que los personajes de Ferreyra no pueden sostener. A veces, para ganársela, vomitan en bolsas y venden sus vómitos a una empresa que los compra por kilo. O van a un curso en la universidad donde el jefe de cátedra los instiga a comer carne humana. Todo esto, narrado de una manera obsesiva y lenta, meticulosa, con un lenguaje prosaico y, a veces, antiguo. Cuando los personajes se insultan, se gritan: “¡Qué hacés, fideo con tuco!”. Y no piensan, “barruntan”. Ferreyra mata a Luis en una escena extraordinaria mientras éste está trabajando en unos andamios de una obra en construcción. Todo orquestado por una pluma que se permite la paciencia de la araña –Ferreyra escribe en cuadernos, boca arriba, tirado sobre su cama– cuando decide almorzar.

Después de la muerte de Luis –de la forma en que el autor decidió relatarla–, cuesta volver al libro como si se tratara de una historia más. Porque la admiración por el escritor ya es absoluta.

Lo que acabo de contar forma parte de El desamparo. En el libro de relatos El perdón, un hombre va a visitar a su mujer, que está internada en una clínica de enfermos mentales y mientras la mira dormir lo invade un poderoso deseo sexual, que se mezcla con el temor de que la mujer en realidad esté fingiendo que duerme para, cuando el hombre se acerque, atacarlo. En las novelas y los relatos de Ferreyra todos desconfían de todos y la realidad es un guiso espeso al que cuesta revolver con la cucharita de plástico que nos dieron cuando nacimos. Morpheo le dice a Neo en la famosa escena de Matrix con el televisor: el mundo que vos creés ver es así. Pero en realidad es así. Y cambia de canal para pasar de una ciudad hermosa y moderna a un campo desolado y radiactivo. Lo Real de Lacan funcionando sin síntoma. La Máquina de Pensar en Gladys trabajando como el motor de una heladera que nunca descansa y por eso se recalienta y hace que hagamos y digamos cosas inusitadas. Hace poco un amigo me contó que iba en un taxi con su novia y le comentó al conductor –mi amigo es un osado al que le gusta hablar con los tacheros– algo sobre el calor agobiante. El conductor le empezó a relatar, como un poseso, los accidentes viales que había tenido en su vida. Mi amigo esperaba que en algún momento esas peripecias se unieran al tema del clima que él había propuesto, pero eso nunca sucedió. Los personajes de Ferreyra son así. Están en todos lados y uno podría afirmar que nuestro país es ferreyrano ontológicamente.

Gustavo Ferreyra es un escritor que saca agua de las piedras. Un párrafo suyo sirve como muestra para toda su obra, como si cada pedazo extractado tuviera todo el ADN. En Piquito de oro, su última gran novela, se cruzan dos relatos. Por un lado, las peripecias narradas en tercera persona de una familia a la que le asesinaron al padre y, por el otro, en un tono cercano al Celine de la trilogía final de su obra, el monólogo demencial de Piquito de Oro, un grandulón hijo único casado con una mujer mayor. La mujer del hombre asesinado, por supuesto, cree que todos sospechan de ella: “Cualquier encuentro la lastimaba. A priori se figuraba que todos sospechaban de ella. Al principio no había sido así pero conforme transcurrieron los días cayó en la cuenta de que, por fuerza, debían mirarla con desconfianza. Su marido había sido asesinado cuando venía del garage, a poco más de treinta metros de la puerta del edificio. Le habían asestado tres golpes en la cabeza con un elemento que los forenses describían como pica o martillo, aunque se inclinaban por este último”.

Los personajes de Ferreyra también tienen cierta obsesión patológica por el sexo. Cuando escribo los personajes de Ferreyra me causa gracia, en realidad debería decir “nosotros tenemos cierta obsesión patológica por el sexo”. Marcos, cuando está solo con su pequeña hija, la ausculta de una manera inquietante, mientras sospecha algún retraso en la bebé que no para de llorar. Uno de los hermanos de la familia disfuncional que se quedó sin padre, en Piquito de oro, está enloquecido con “la colita de su hermana Micaela”. Cuando un policía interroga a Susana, viuda del padre asesinado, le pregunta –con fingido pudor– por el origen de unas marcas que éste tenía en sus testículos. La mujer no las había visto nunca. Tal vez su marido no era el hombre “normal” que ella imaginaba.

¿Y Kirchner y Cristina? ¿Cómo será la intimidad de esos dos obsesivos del poder? ¿Y la de los hombres que manejan las corporaciones que se disputan el país? ¿Qué pensarán a la mañana mientras desayunan en vísperas de esa guerra vacía? Y Darth Duhalde en su búnker de Banfield, con el mate cebado meticulosamente siempre a la misma temperatura, ¿no fue alguna vez un bebé? Y el tachero que cruza la ciudad nocturna a todo lo que da, jugándose la vida –y la de otros– en cada esquina, cabeceando por el sueño y obsesionado con Ricardo Fort, ¿es de fiar? Mi hermanito, que se convirtió en padre y ya tiene dos hijos, ¿no sacará un revólver en alguna Navidad y nos liquidará a todos? Las preguntas, amigos, están en esa obra descomunal que viene escribiendo Gustavo Ferreyra.

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